Un día soleado de verano, las tres letras se encontraban jugando a las escondidas en la veredas de Abecedario, el barrio en el que vivían. La C, cortante como carnicero con cuchillo, les dijo que quería jugar a otra cosa, al famoso juego de los verbos. S y Z saltaban y zapateaban de alegría, pero ¿cómo se jugaba?, si apenas sabían escribir... En ese mismo instante, el papá de la S, sarpado en sátrapa, le dijo a su hija que debía entrar para tomar la merienda. S obedeció. La C, cizañera, le dijo a Z que jugaran igual, que no esperaran a S. Z, sin saber cómo jugar, accedió. Empezó por cambiar las conjugaciones. Le dice a C que hay que empeZar, que deben avanZar, que C empieCe, que ambas avanCen. C debe conduCir, pero le pareCe que no va a poder, por eso le dice a Z que conduZca, que aunque le pareZca mal debe hacerlo. Y así se pasaron 43 minutos, intercambiando la Z y la C en los verbos que terminaban con sus letras: aducir, aduzco; crecer, crezco; comenzar, comience; cruzar, cruce. Antes de la I y la E debía ir la C. Antes de la O, la A o cualquier otra letra tenía que ir la Z.
Y sí..., la S salió de su casa y se encontró con las amigas jugando sin parar. ¿Qué hizo? Decidió jugar sola. Se tiró a descanSar, descanSó; pero se puso a toSer, toSió bastante. Finalmente, decidió ir a coSer, coSía con un hilo y dos agujas. La S decidió que siempre iba a jugar sola al juego de los verbos, que nunca les iba a dejar espacio a la C y a la Z en sus conjugaciones.
Amigas en el habla, enemigas en la escritura, algunas comparten y otras se apartan. Qué lindo es jugar.
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